Viaje por Cuba en 10 etapas
Quinta etapa: Santa Clara - Morón
“El chófer me esperaba desde las siete de la
mañana porque la jornada será larga, pero yo no llego hasta las
diez, porque anoche estuve en los carnavales de Santa Clara. Sí,
ahora los carnavales en Cuba se celebran en verano; ya nada tienen
que ver con la Cuaresma. Como aquí no hay fiestas religiosas, cada
provincia prepara sus carnavales para que la gente se divierta
durante unos días. Por la noche, cuando el sol ya se escondió y la
oscuridad trae un poco de frescor a las calles, las comparsas
desfilan delante del público que lleva esperando varias horas. Con
sus trajes de colorines, bailadores y rumberos realizan su
coreografía alrededor de las carrozas en las que bailarinas medio
desnudas se contorsionan al son del contagioso ritmo que marcan las
charangas. Una y otra vez entretejen su danza, mientras se cruzan en
un aparente caos con los faroleros, enanos, gigantes, cabezudos y
otros estrafalarios personajes vestidos con atuendos que evocan los
trajes señoriales del período colonial. Cuando termina el desfile la
gente se va para los quioscos donde se vende carne de puerco asada,
cerveza dispensada y botellas de ron refinado. Ahora toca comer,
beber y bailar. Sobre todo bailar. Bailar al son de la música que
suena a todo volumen desde cualquier sitio. Salsa, merengue,
chachachá, mariachi, reguetón… Da igual, la cosa es bailar; bailar
más y mejor; bailar y gozar hasta que el cuerpo aguante, hasta la
madrugada, hasta el amanecer… Al fin y al cabo, todos saben que,
“Bailar es un buena forma de olvidar”. Y aquí hay muchas cosas que
nadie quiere recordar, aunque solo sea por unos días, por unas
horas.
El coche es un viejo Buick de color verde, fabricado antes
del triunfo de la Revolución, pero que, a pesar de sus años, está en
mejores condiciones y mucho más cuidado que muchos autos modernos.
Armando, su dueño, un guaguero jubilado, es nieto de un lanzaroteño
y de una asturiana, y ahora completa su escasa pensión realizando
viajes particulares con su vehículo. Es un hombre tranquilo y
paciente, que acepta con resignación el modo de vida que le tocado.
“Esto esta malo, muy malo… Si se pudiera vivir, como le digo, más o
menos amplio, se pudiera vivir bien…Pero esto es lo que tenemos. Y
pasan los días y los meses y los años y nada cambia. Todo cada vez
más caro y hasta de jubilado tiene uno que seguir trabajando. ¡Qué
le parece!
Tomamos el camino de la carretera central, vieja y en mal
estado, pero que atraviesa varios pueblos y caseríos, haciendo el viaje más
interesante y entretenido. Al poco tiempo, pues el tráfico es mínimo y las
curvas escasas, atravesamos Placetas, un pequeño pueblo al que da vida la
estación del ferrocarril que une La Habana con Santiago de Cuba. En una
esquina hay una vieja tienda de comestibles donde aún se aprecia un
decolorado anuncio: “Bodegón La Palma. Víveres, viandas y productos
cárnicos”. En su tiempo debió ser un surtido comercio, pero hoy no es más
que una bodega casi vacía donde los cubanos compran los productos de “la
libreta”, una especie de cartilla de racionamiento que adjudica a cada
ciudadano una pequeña cuota de productos subvencionados.
Continuando por
larguísimas rectas atravesamos pequeños poblados con sus ranchitos pintados
de azul o verde, cubiertos por techos de guano, de planchas metálicas o de
teja. Los campesinos dan de beber al ganado, bombean agua de sus pozos,
recogen el maíz o azoran a las gallinas antes de que los coches las aplasten
en la carretera. Un inconfundible “aroma” animal proclama que nos acercamos
a la zona más rural de Cuba. Estamos en tierra de guajiros, en tierra de
canarios. En las tierras donde se establecieron la mayor parte de nuestros
emigrantes. Neiva, Cabaiguán, Guayos, Taguasco, Jatibonico, Fomento, Sancti
Spíritus… Caseríos, pueblos, ciudades donde los canarios trabajaron,
vivieron y murieron. Fértiles terrenos donde cultivaron el tabaco que
enriqueció la región. Donde criaron vacas, bueyes y caballos. Donde
establecieron sus negocios: un gran banco, una pequeña venta, o un puesto
ambulante. Donde se casaron, una o más veces, que en Cuba siempre hubo más
soltura para esas cosas. Donde tuvieron sus hijos y nietos. Donde muchos
tienen su sepultura.
Es poco más de mediodía cuando llegamos a Cabaiguán. Es
domingo y hay mucha gente en la calle. Frente al antiguo Hotel Sevilla los
niños se divierten montando en potros, en cebús, o en una pequeña carreta
tirada por un chivo. En el Paseo, una amplia alameda arbolada, se celebra la
feria. Un bullicioso gentío deambula entre los vendedores que exponen su
mercancía: artesanía, peces de colores, pizzas, bocadillos, estampitas de la
virgen, chicles, chupachupas, guarapo, machetes, foniles, bolígrafos,
discos, frijoles, ají, aguacates, frutabomba, pepino, culantro, uvas,
mamoncillos, carne de puerco, pescado, gallinas vivas…¿Cuánto cuesta esa
polla?, pregunta una mujer. Pero en el paseo también se come, se bebe, se
canta y se baila. Hay música para todos los gustos, y cada cual busca su
querencia. Los tembas (cuarentones y cincuentones) mueven sus caderas al son
de las canciones de Nino Bravo que desde su escenario canta El Capiro: “Como
un inmenso jardín eso es Américaaaaaaa…”. Poco más allá la juventud forma un
molote alrededor de un quiosco. Las muchachas restriegan desvergonzadamente
sus nalgas contra el pubis de los varones al repetitivo ritmo del reguetón.
“Hagamos el amor sin ropa, mami, hagamos el amor sin ropaaaaaaaa…”. Y al
final del parque, casi en otro espacio, en otro mundo, en otro tiempo, están
los guajiros con su guateque de punto cubano. Aquí cantan sus décimas el
“Águila de Placetas”, el “Colibrí de Pueblo Nuevo”, el “Volcán de La
Victoria”, el “Sinsonte de Tres Palmas”, el “Clarín del Purial”, el “Látigo
Negro”, y otros verseadores del Taller Literario Herminio Mirabel. Su escaso
pero entusiasmado público aplaude cada intervención, y valora la calidad de
los poetas cuando entran en controversia. “La décima es como un río, es un
jardín que florece, un columpio que se mece, en las puertas de un bohío.”
Almorzamos brevemente en Sancti Spíritus y continuamos camino, pues quiero
llegar a Morón antes de que caiga la noche. Cruzamos casi uno detrás del
otro el río Zaza y el Calabazas, que desembocan en la laguna de Zaza, la
presa más grande de Cuba y de toda Hispanoamérica. Poco después pasamos por
Jatibonico, uno de los tantos pueblos cubanos que parecen detenidos en el
tiempo; la luz eléctrica, el teléfono, la escuela o el consultorio médico
que ha traído la Revolución, conviven con destartalados coches de caballos
tirados por famélicos animales a los que los cocheros fustigan sin piedad y
que siguen siendo el principal medio de transporte en estos lugares.
Avanzamos a gran velocidad por la gran planicie avileña,
atravesando varios poblados campesinos que se extienden linealmente a lo
largo de la carretera: Majagua, Júcaro, Jicotea, La Ceiba… El cielo se ha
puesto gris y los campesinos, refugiados bajo el porche de sus casas, se
balancean lánguidamente en sus mecedoras viendo pasar los vehículos. No hay
mucha más diversión en esta tarde dominical. Los campos están sembrados de
caña, plátanos y maíz. Algunos algarrobos, ciruelos, palmas y guamás rompen
la monótona llanura, y unos pocos flamboyanes el eterno verde cubano. Unas
tiñosas (grandes aves carroñeras) devoran casi en mitad de la vía el cadáver
de un perro, sin importarles el tráfico; les puede más el hambre que la
prudencia. En un riachuelo los muchachos se bañan alegremente, aunque la
lluvia está a punto de caer y en el lejano horizonte algunos relámpagos
anuncian tormenta.
Cuando llegamos a Ciego de Ávila nos dirigimos
directamente al Doce Plantas, el edificio más alto de la ciudad. Desde el
restaurante que está el su último piso contemplamos una de las mas bellas
panorámicas de las capitales cubanas.
Abajo se ven el Parque Martí,
rodeado de árboles y con una estatua del “apóstol” en posición reflexiva,
con más gesto de poeta que de guerrero; el Teatro Principal, con su fachada
de columnas regias, donde se mezclan el estilo barroco y el renacentista; la
iglesia de San Eugenio de la Palma, la Casa de la Cultura y la Galería de
Arte; y sobre todo un extenso manto de tejas criollas que cubren la mayor
parte de los antiguos edificios, con sus elegantes columnas neoclásicas y
sus portales corridos, los más lindos y mejor cuidados de Cuba, muchos de
ellos con su policromado pavimento original.
Una interminable recta nos
lleva casi directos hasta Morón, la ciudad del gallo, representado a su
entrada por una gran escultura de bronce de más de tres metros de alto.
Antes de la Revolución era una ciudad próspera y de comercio activo, con
edificios espléndidos, como la Estación del ferrocarril, el Ayuntamiento, el
Banco de Canadá y algunas viviendas particulares de excelente material. Hoy
es un lugar tranquilo y apacible, en el que algunos turistas se detienen en
su camino de ida o de vuelta a los Jardines del Rey: Cayo Coco y Cayo
Guillermo. Sus habitantes se muestran orgullosos de su gallo y de tener las
mujeres más calientes de toda Cuba.
Al final llegamos antes del
anochecer, pero el cielo cumplió su promesa y una lluvia persistente nos
acompañó desde que salimos de Ciego. A mitad del camino en la radio del
coche sonó una bella canción: “La tarde se ha puesto triste, la lluvia tiene
un color…”. La melancolía también tiene su sitio en Cuba. Pero ni el ron ni
la cerveza pueden con ella cuando se te mete dentro. El baile, solo el baile
te la quita. ¡Y bailar en Cuba es tan sencillo, tan natural, tan hermoso! Y
si el cuerpo resiste esta noche volveré a bailar. Bailar para gozar, bailar
para vivir, tal vez para olvidar.