Viaje por Cuba en 10 etapas
Primera etapa: Pinar del Río - La Habana
Son las siete de la mañana y la ciudad ya
hace bastante rato que está despierta. Hace más de una hora que el
alba se rayó en claridad, y aún antes de eso las calles ya bullen de
la gente que busca transporte -el problema, el gran problema de los
cubanos- para ir al trabajo.
En la estación del tren unas 200
personas ocupamos los desvencijados asientos de la sala de espera.
Es demasiado pronto para la salida de un tren al que, además, todo
el mundo sabe que su salida en punto sería casi un milagro. Pero,
así y todo, es mejor estar temprano y esperar pacientemente
conversando con el vecino de asiento o viendo en la pantalla del
televisor el noticiero de la mañana que ofrece un plano estático de
la primera página del Granma con las últimas “Reflexiones del
compañero Fidel Castro Ruz”.
A mi lado está una abuelita que
como único equipaje lleva una jaba de nailon (bolsa de plástico) y
tres escobas. Frente a mí una pareja cuida de que su niñita de
apenas dos años, vestida para viaje tan especial con una linda
batica blanca, no se le pierda entre el gentío y la semioscuridad
que reina en el recinto, mientras ella lucha por arrancar la
envoltura de su chupachupa, un caramelito que otros también ansían,
pues un muchacho que acaba de llegar y observa la escena me dice:
“Compañero, ¿dónde es que se compran esos caramelitos?”
Finalmente las bocinas (altavoces) anuncian la partida del tren, con
un retraso de solo 45 minutos. Es el tren automotor 206 con destino
a La Habana, una antigua locomotora de color amarillo y rojo, que
comienza su ajetreada marcha por un largo recorrido de casi 6 horas
de viaje, atravesando casi meridionalmente la verde planicie del
occidente cubano. El paisaje es bello, el verde tropical de la
vegetación del trópico, contrastando con de los campos sembrados de
plátanos, yuca, malanga, maíz y otros vegetales menores, pues ahora
no es tiempo de tabaco, y en los que la tierra revela su intenso
color rojo, ferruginoso. A cada poco pasa fugaz a través de la
ventana el estilizado adorno vegetal de las palmeras reales, el
capricho estético de la palmera barrigona o el escuálido pino, cuyos
bosques dan nombre a la provincia. Pero lo que al principio es
novedad y admiración, acaba convirtiéndose casi en monotonía, por la
escasa variación del panorama, apenas salvada por la presencia
ocasional de un arroyuelo o una presa, o el telón de fondo de la
cordillera del Guaniguanico, que desde el norte parece vigilar
indolente el fatigoso paso del convoy, y de sus fatigados viajeros.
Los vagones son viejos y faltos de cualquier comodidad, pero eso no
parece afectarles demasiado a los viajeros, gentes de toda edad y
condición humana, que aprovechan los asientos sin ocupar para
tumbarse a descansar, sí es que se puede descansar en este tren. Mi
vecino de asiento, veterano ya de este viaje, me dice a grandes
voces, porque si no es imposible entenderse, que este tren más que a
una máquina se parece a una yegua, “…compañero no piense usted que
es por lo que corre, sino por lo brincaaaaaaa”. Y ciertamente, desde
que salimos de la estación y la máquina tomó algo de velocidad, los
coches comenzaron un agitadísimo traqueteo, en lo que según han ido
pasando las horas no se sabe que es peor, sin el vaivén que en
algunos momentos casi nos levanta de los asientos, o el ensordecedor
ruido que desde la vías sube malévolamente hasta los vagones,
colándose por los holgados espacios que dejan los fuelles entre
coche y coche, o por las ventanas que los viajeros nos vemos
impelidos a abrir al máximo para no asarnos del calor, pues mediado
el día el sol se ha enrabietado, en un día despejado en el que solo
algunas nubes desvaídas manchan el intenso azul del cielo, y aquí no
hay ni ventilación mecánica, ni aire acondicionado.
Y así, más
al trote que al vaivén, vamos circulando hacia la capital de Cuba a
irregular velocidad, pues que en ocasiones la máquina se entona y
alborota, y casi parece que viajemos en el tren bala, que en otras
se afloja y deprime hasta tal punto que los de adentro creemos que
se paró. Y aunque este no sea un tren “lechero”, el parece que se
empeña en serlo y va parando en todas las estaciones y hasta en los
apeaderos, deteniéndose brevemente para dejar y recoger viajeros en
Puerta del Golpe, Herradura, Paso Real, Palacios, San Cristóbal,
Artemisa, La Salud, Güira de Melena, San Antonio de los Baños, casi
todas ellas pequeñas comunidades campesinas, donde en los cruceros
los agricultores esperan en sus tractores, sus arañas o sus
bicicleta que termine de pasar el largo convoy de diez coches,
pintados de color verde y ocre, ya desvaídos por el tiempo, para
poder continuar con su faenas.
La parada más larga se hace en Los Palacios, donde nos detenemos unos veinte minutos, de modo que da tiempo a descender y comprar un “pote” de helado de fresa y unos “pasteles de a peso”, que hagan más llevadero el camino, a los numerosos vendedores ambulantes que se acercan a los vagones anunciando a todo grito su mercancía. Dentro del tren también se puede comprar algo de comida a los vendedores estatales, vestidos de amarillo, que cada cierto tiempo recorren los vagones con su caja de bocaditos de pan con jamón, sorbetes y galleticas de soda”. En Artemisa se monta el vendedor de chupachupas, que parece ser el caramelo de moda en este viaje. Pero su tentadora oferta de “Dos chupachupas por tres pesosssssssssssss…” no es apta para todos los bolsillos. Así al menos es lo que opina Omar, un joven trabajador de tez clara y ojos azules, que, después de piropear a una muchachita que pasa por delante de nosotros luciendo un apretado chor (short) de color naranja, dice que no, “…que no, compadre, tres pesos por dos caramelos, eso no puede ser. Sí a mi no me pagan ni doscientos pesos al mes. Y una libra de carne de puerco, ¡20 pesos! No socio, no… Esto no es fáciiiillll”. Y ciertamente hay cosas que no se entienden bien. ¿Cómo es posible que dos golosinas valgan más que el pasaje del tren?, que solo cuesta dos pesos y cincuenta centavos. Bueno, es entendible porque en Cuba “todo” es posible.
Pasado Boyeros comienza el cinturón industrial de La Habana y sus barrios más periféricos. El tren ralentiza la marcha, y aumenta la intensidad y duración de ronco pitido avisando a viandantes y vehículos de su cercanía. Finalmente el tren se detiene. Terminó el viaje. Sudorosos y cansados, impregnado de un intenso “olor a hierro”, los pocos viajeros que llegamos hasta el final del recorrido, en la Estación Central, descendemos del tren. En el rostro de los pinareños que nunca habían estado en la capital se les nota la excitación, la curiosidad y el asombro. Los escasos habaneros que descienden de los vagones rebozan de felicidad: llegaron a su territorio, la capital del mundo, porque ya se sabe que para los auténticos habaneros y hasta para los postizos, “Cuba es La Habana…, lo demás son áreas verdes”.