Image

Cuba Roja, viaje por Cuba en 10 etapas

 

Viaje por Cuba en 10 etapas

Segunda etapa: La Habana - Matanzas

Image
Pasajeros del tren en el trayecto Pinar del Río a La Habana

     Es media mañana, y nada más llegar a la estación de Casablanca, y aún sin darme tiempo a preguntar por el horario del tren, escucho las voces, más bien los gritos, de las limpiadoras que, indiferentes a mi presencia, libran su particular batalla cotidiana:
- Guillermina, Guillerminaaaaa… ¿Tú no tendrás por ahí un pedazo de escobaaaaaaa!
- ¿Queeeeé? No te oigoooooo. ¡Estoy sordaaaaaaa!
- Sí, claro. Estás sorda, pero me contestas. Tú te debes creer que yo soy boba.

La Terminal de Casablanca es apenas una casamata con un gran techo voladizo, bajo el que los pasajeros se refugian del sol o de la lluvia. Para llegar hasta aquí hay que atravesar la Bahía de la Habana en una desvencijada barcaza, no sin antes pasar rígidos controles policiales, pues las autoridades no quieren que se repitan los sucesos del periodo más crítico de los “balseros”, en que fue secuestrada por dos veces, una de ellas con trágicos resultados entre rehenes y secuestradores (apresados y condenados a muerte), en un acontecimiento que tuvo una gran repercusión internacional.
Desde aquí parte el único tren eléctrico de Cuba, que habría de llevarnos hasta la ciudad de Matanzas, y al que se conoce popularmente como “el tren de Hershey”, en honor de norteamericano que compró un ingenio en Cuba para abastecer de azúcar su fábrica de chocolates en Estados Unidos, y de paso construyó este ferrocarril para transportarla hasta La Habana.
Son casi las dos de la tarde cuando los dos únicos vagones de este tren hacen su lentísima entrada en la estación, y los escasos viajeros nos arremolinamos junto a la ventanilla para comprar los billetes. Pero nuestro afán es vano, pues al cabo de una interminable espera, un empleado anuncia que: “El tren no va a salir. La tormenta de ayer quemó un poste y hasta que no lo arreglen no hay tren”.

Image
La estación de Casablanca, con el tren de Hershey

Así que hambrientos, sedientos y abatidos, los frustrados viajeros nos dirigimos de nuevo a la lancha. Para la mayoría esta noticia es una verdadera tragedia. Buscar ahora un transporte que los lleve hasta su destino es una tarea harto complicada y cara. El pasaje del tren hasta Matanzas les costaría tres pesos cubanos; el de una guagua más de treinta, y conseguirlo puede demorar hasta dos días haciendo cola en la estación de La Coubre. Algunos podrán coger un taxi colectivo. Otros se tirarán para la carretera a “pedir botella” (hacer autostop), y otros volverán al día siguiente a ver si hay más suerte. Y es que las cosas son como son en este país, y como me dice un viejecito que esperaba por el tren casi desde la salida del sol: “Compañero, ya usted ve. No por mucho madrugar amanece más temprano”.
Con estas palabras resonando en mi cabeza me dirijo a la “Terminal de Ómnibus”, donde compro en “dólares” (CUC) un pasaje para la primera guagua del día siguiente.

Para ir por carretera desde La Habana a Matanzas se debe tomar la llamada Vía Blanca, una amplia y transitada autopista, profusamente vigilada por la policía de tráfico, ya sea en sus coches de patrulla o en sus llamativas motocicletas, los llamados “caballitos”. A lo largo de la misma se van encontrando numerosas urbanizaciones y pueblos, ubicados casi todos en el cinturón costero por el que discurre la carretera en la mayor parte de su recorrido.
Apenas a la salida del túnel subterráneo que cruza la bahía, se halla la Villa Panamericana, unas amplias instalaciones creadas para la celebración en el año 1991 de los Juegos Panamericanos, hoy convertida en una ciudad dormitorio de La Habana, y desde cuyo estadio olímpico nos saluda un enorme cartel del Che Guevara, con su más conocido lema: “Hasta la Victoria siempre”. Un poco más adelante está Cojímar, un pueblecito de pescadores famoso por ser el lugar desde el que Hemingway salía a pescar con Gregorio, el viejo emigrante canario en que se inspiró para su famosa novela “El viejo y el mar”.

Image
Pescando en la bahía de Cojímar

Más adelante la carretera atraviesa el Tarará, un riachuelo del que toma nombre un amplio, y ahora no muy bien atendido, campamento para los “pioneros”, niños destacados por su fervor revolucionario, que son premiados con unos días de vacaciones en estos lugares.
La guagua se desvía para entrar a Guanabo, un pueblo costero famoso por sus playas, frecuentadas masivamente en verano por los habaneros, que acuden hasta aquí en coches particulares, guaguas, o camiones de pasaje. En su parte más antigua, las calles están formadas por una larga hilera de casas de madera, con techos de teja francesa, y pintadas de colores llamativos. Las aceras están plantadas de mimosas, acacias, almendros, palmeras y los siempre llamativos flamboyanes, que dan sombra y refrescan una atmósfera saturada de humedad y salitre. A la salida del pueblo, hay un pequeño “Monumento a las Madres”, obra de la Logia Masónica Víctor Muñoz.
Poco rato después de continuar el viaje, un intenso olor a azufre, y la presencia de torres de perforación y de llameantes chimeneas, nos avisan que atravesamos la mayor zona de explotación petrolera de Cuba.
Antes de llegar a Santa Cruz del Norte, donde se encuentra la fábrica del Habana Club, y que por un rato sustituye el olor a gas por el olor al ron más popular de la Isla, pasamos por encima del río Jaruco, en cuya desembocadura se forma una amplia bahía donde se mezclan mansamente las aguas del mar (Yemayá) y las del río (Ochúm), una alianza simbólica en la religión yoruba. Parece un buen lugar para la celebración de rituales de santería.
Pasado Jibacoa, un pequeño y tranquilo centro de vacaciones, con varias calas de arenas doradas donde las familias cubanas pasan el día bañándose (porque los cubanos no tienen el hábito de nadar), comiendo, tomando tragos y jugando al dominó, el paisaje cambia notablemente. La carretera se interna por entre suaves colinas, y un manto boscoso de intenso color verde cubre el horizonte. El clímax de esta exuberante vegetación se alcanza al llegar al valle del Yumurí, que atravesamos cruzando el puente de Bacunayagua, el más alto de Cuba, y por el que los cubanos, acostumbrados a la planicie y meseta, sienten una mezcla de adoración, miedo y respeto.

Image
Desembocadura del río Jaruco

Finalmente, detrás de una suave pendiente, aparece la bahía de Matanzas, una de las más grandes de la Isla, cuya belleza natural lastiman las numerosas industrias que en ella se han asentado a lo largo del tiempo.
Como la estación donde me deja la guagua está bastante lejos del centro de la ciudad, tomo un bicitaxi que me lleva hasta uno de sus escasos restaurantes, donde me ofrecen como plato especial, y único, “Pollo frito a la criolla”. Después de una larga espera, llega el pollo, guarnecido con viandas y arroz. Pero como debió salir directamente del congelador a la sartén, está achicharrado por fuera y sangrantemente crudo por dentro, de modo que acabo dándoselo a un famélico gato que maúlla lastimosamente a mi lado desde que oliera la comida, y que, a juzgar por la inexistencia de restos del plumífero que deja el mínimo después de su opíparo almuerzo, me quedo dudando de si ese animalito era en realidad un gato o un quebrantahuesos.

 

 Seguir leyendo


Viaje a la isla de Cuba