Viaje por Cuba en 10 etapas
Cuarta etapa: Cienfuegos - Caibarién
Son como las 11
de la mañana cuando emprendo el viaje. Tenía que haber salido
antes, bastante antes, pues el trayecto entre Matanzas y
Cienfuegos es muy largo, pero me entretuve un buen rato hablando
con el dueño de la casa donde me alojé: un babalao (sacerdote de
la religión yoruba) que me explicó el significado de los colores
azul y blanco de su pulsera, y de los símbolos santeros que tenía
colocados en mitad del patio: una tinaja de barro con un machete,
unas velas a medio derretir, flores y unas plumas de gallina.
Como esta ruta, que atraviesa diagonalmente de norte a sur el
inicio de la región central de Cuba, no es habitual para los
medios de transporte público, alquilo los servicios de un coche
particular: un pequeño Daewo coreano conducido por un licenciado
en informática que completa su escaso salario oficial “boteando”
para los extranjeros. Apenas saliendo de la ciudad, y dejando a la
derecha la concurrida Playa del Tenis, una pequeña cala que se
forma en la amplia ensenada matancera, el chófer se dirige por
unas intrincadas callejuelas hasta la casa de su “compadre”, donde
se abastece de combustible para el camino, pues, aunque cada vez
es menos frecuente por el rígido control del gobierno, aún muchos
automovilistas se surten de estos ilegales puntos de venta del
“petróleo” que, de un modo u otro, se sustrae de los depósitos de
los grandes medios de transporte estatales.
Pasado el río Canímar, avanzamos a
toda velocidad por una carretera con rectas tan largas como peligrosas, a
juzgar por las tumbas que a cada rato vemos en sus márgenes. Viajamos de
nuevo a través de la conocida llanura cubana, tan característica de esta
parte de la isla: grandes campos de tierra bermeja, sembrados de maíz, yuca,
malanga, frijoles y otras viandas, entre los que se intercalan amplios
potreros por los que andan libremente vacas, ovejas, puercos, gallinas y
otros animales. Aquí y allá, en lo que la mano del hombre no ha podido
doblegar, pequeños bosques de palma real o de bambú. La mañana aparenta
armonía y placidez. El día es espléndido, apenas unos nimbos casi
transparentes interrumpen el extenso manto azul de cielo. Contagiado de esta
armonía natural, un totí (pequeño pájaro parecido a un mirlo) vuela de modo
tan atolondrado que casi se introduce por la ventanilla de nuestro coche.
Pasado Limonar, un villorrio arquitectónicamente dominado por el alto
campanario de su iglesia, donde una monja congoleña vende estampas de
santos, medallas de la Virgen y grandes figuras de Santa Bárbara, San Lázaro
y San Antonio, la carretera se interna entre extensos naranjales que se
pierden de vista en el horizonte. La mayor parte de estos campos son
atendidos por los estudiantes de las llamadas “Escuelas del Campo”,
destartaladas edificaciones diseñadas por los soviéticos, donde chicos y
chicas permanecen internos durante todo el curso, compaginando las mañanas
de estudio con las tardes de trabajo agrícola: una estrategia de dudosos
resultados académicos y laborales.
A borde de la carretera, un gran
cartel nos recuerda que: “Revolución es modestia, desinterés y altruismo”.
Nos detenemos en Jovellanos, un pueblo grande pero sin demasiado interés. El
día se ha puesto bravo y necesitamos una urgente ingesta de líquido para no
deshidratarnos. Hacemos cola en una “Tienda Panamericana”, esperando
pacientemente a que la empleada atienda, uno a uno, a los clientes que nos
preceden: un muchacho que compra un ventilador, una pareja de estudiantes
ecuatorianos que piden dos libras de pollo congelado, y una abuelita que
busca “una pastillita de caldo de pollo con sabor a costilla”, para hacerse
una sopita cuando llegue a la casa. Nosotros, al cabo de casi veinte minutos
de espera, conseguimos dos cervezas Bucanero que ni siquiera están bien
frías.
Almorzamos en un restaurante cercano, pero la comida se demora
tanto que cuando reanudamos la marcha el tiempo ha cambiado radicalmente.
Grandes masas nubosas recorren el horizonte cuando dejamos la carretera
central y nos adentramos en la autopista. A mayor velocidad que la de
nuestro coche, el cielo se va tiñendo de color gris. Luego el gris se hace
oscuridad, y la oscuridad da paso a la negrura. Y sin tiempo apenas para
cerrar las ventanillas, el cielo se pone a parir agua. Violentos aguaceros
caen sobre nosotros. Acabamos de meternos en plena tormenta. El cielo se
ilumina repetidamente con interminables relámpagos y los truenos retumban
tan cerca que el coche se estremece con cada estampido. La lluvia forma una
cortina opaca apenas rota por la tenue y fantasmal iluminación de los pocos
vehículos con que nos cruzamos. Con el agua entrando en el vehículo por
cualquier rendija, y tratando de abrigarnos de una frialdad inesperada,
avanzamos casi a ciegas por la autopista durante más de treinta kilómetros,
pero en estas circunstancias es menos peligroso continuar que detenerse,
ante el riesgo de ser arrollado por otro vehículo.
A duras penas
vislumbramos el desvío que nos llevará hasta Aguada de Pasajeros. Pero como
el tiempo en Cuba también es tan voluble como tantas otras cosas, cuando
atravesamos este pueblo la tormenta ya ha quedado a nuestras espaldas, y
apenas una ligera llovizna nos acompaña aún durante varios kilómetros. La
carretera discurre ahora entre amplios campos de caña de azúcar que se
extienden hasta más allá de donde alcanza la vista. Pasamos por varios
pequeños poblados donde los guajiros vuelven a montar en sus caballos
después del aguacero.Y como si regresáramos al brillante mundo del que
veníamos en la mañana, antes de llegar a Rodas el cielo es de nuevo azul y
el sol alumbra con fuerza la tarde.
Dos veces atravesado por el río
Damují, que mansamente serpentea cuando lo cruza, Rodas es uno de los
pueblos más bonitos de esta parte de Cuba. Desde cualquiera de sus dos
puentes se pueden contemplar las apacibles aguas del río, en la que algunos
pescadores pasan el día, acomodados sobre grandes neumáticos de tractor,
capturando tilapias, uno de los pescados más abundantes en los ríos de la
Isla. “Déle recuerdos a mis coterráneos de La Gomera, de Tenerife, del
Teide…”, me dice uno de ellos, recordando sus orígenes isleños al saber que
soy canario.
Casi llegando a Cienfuegos la
cartelería revolucionaria es abundante. Junto a los antiguos lemas y
retratos de Maceo, Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Fidel Castro, aparecen
ahora las novedades de Hugo Chávez y Raúl Castro, ya como figura única
desligada de su hermano. Uno de los cartelones anuncia a toda plana que
“Vamos bien”, y el chófer, al que la tormenta parece haberle desatado un
poco la lengua, dice que sí, que “Vamos bien… ¡jodidos!”.
Cuando por fin
entramos en la ciudad de Cienfuegos el sol se refleja en tonos dorados sobre
su amplia bahía. Rendido después de tan largo viaje, por hoy solo me queda
contemplar el atardecer sentado en el muro del malecón, por el que algunos
pasean, otros pescan y las parejas de enamorados se besan y arrumacan al son
de las románicas canciones de Gilberto Santarrosa que suenan desde una
cercana terraza.